Astronomía en el Paleolítico
La astronomía y, en particular, el movimiento de los planetas entre las estrellas fijas del firmamento fueron, ya desde los tiempos de Babilonia y la Grecia Clásica, el origen de la filosofía y la física, de los desarrollos de Kepler y Newton, pasando por la teoría de la relatividad de Einstein. Aún hoy, muchos de los esfuerzos en desarrollar «teorías del todo» necesitarán del uso de la observación astronómica para validarse. Pero, ¿hasta cuándo nos tendríamos que remontar en el tiempo para hallar los primeros humanos que tenían algún tipo de conocimiento astronómico?
Los primeros "humanos"
Es difícil establecer el momento en que nuestros antepasados, tras separarse de nuestros «parientes» vivos más cercanos, los chimpancés, hace algo más de 6 millones de años se pueden considerar humanos. Recientemente, hace unos pocos años, la paleoantropología (la ciencia que estudia la evolución humana) me sorprendió con un cambio de nomenclatura a la hora de llamar a esta «línea» evolutiva que nos separó de los antepasados de los actuales chimpancés. Se ha acuñado un nuevo término, «homínino», en contraposición al anteriormente más ampliamente utilizado de «homínido», que ha quedado para englobar tanto a los humanos, como a los orangutanes, gorilas, chimpancés y bonobos
El concepto de «humano», las características que nos hacen humanos y a la vez nos separa del resto de los animales, no deja de ser difícil de establecer. Conceptos como la utilización de herramientas, el lenguaje, las emociones, las relaciones sociales, como la amistad o los sueños, que, en principio, nos hacen parecer únicos, también se han descrito en el comportamiento de otros seres vivos, unos más cercanos como los chimpancés y el resto de grandes simios, pero que también encontramos en otros más lejanos como los cuervos, que incluso parecen tener consciencia primaria.
Los avances en la secuenciación de ADN de restos fósiles, o el estudio de proteínas individuales, que se degradan menos que el ADN y, por tanto, permiten bucear más profundo en nuestro pasado, están permitiendo, poco a poco, desentrañar nuestra recorrido evolutivo cuya concepción ha mutado, de una interpretación lineal, donde unas especies fueron sucediendo a otras casi sin solución de continuidad, a una evolución «mallada», con callejones sin salida, mezclas y remezclas e incluso poblaciones «fantasma» de las que sólo conocemos su aportación al ADN pero de las cuales no hemos (todavía) encontrado restos fósiles.
Todo lo anterior impide determinar exactamente en qué momento se pueden considerar determinadas especies de homíninos como humanos o no, pero esto quizás no sea necesario para lo que nos ocupa y podremos evitar caer en la tentación de mantener, una vez más, una visión antropocéntrica del Universo, que tantos correctivos se ha llevado en los dos últimos milenios.
Sí podríamos especular con que el ejercicio de la astronomía, de forma consciente, podría ser una característica que nos hace humanos. La belleza de la Luna, su influjo inspirador… como el aullido de un lobo a la Luna… disfrutar de la caricia del Sol, entrecerrando los ojos… como unas iguanas de las Islas Galápagos… decidir cuándo moverse para buscar mejores territorios donde alimentarse… como los ñus africanos en su azaroso periplo anual siguiendo las lluvias estacionales para alimentarse de pastos verdes.
Volvemos a encontrar dificultades (perdonadme las licencias poéticas anteriores) a la hora de diferenciar nuestro comportamiento de los animales o incluso de las plantas. Millones de años de evolución han modelado los seres vivos que pueblan y han poblado la Tierra y han provocado que estos organismos sean capaces de detectar los cambios que provocan los objetos astronómicos más cercanos a nosotros, el Sol y la Luna: el día y la noche, el ciclo anual de estaciones o las mareas, por poner unos ejemplos.
Resulta fácil decir que este «conocimiento» astronómico lo tienen de forma innata, no consciente, como si un programa les ordenara ejecutar distintas acciones y no parece descabellado. Que un animal tan «simple» como un coral sea capaz, no sólo coordinarse con el resto de individuos que conforman su colonia, sino con todas las colonias de coral que conforman un arrecife para lanzar a las aguas huevos y esperma para incrementar la tasa de éxito en la fecundación, en un único día al año, no parece lógico que se deba a pequeños Galileo Galilei o al uso de redes sociales y sí a algo escrito a fuego en su ADN. Esta sincronización suele estar determinada por la duración del día, la fase lunar, la marea (que no deja de reflejar la interacción del Sol y la Luna) y como desencadenante, la puesta del Sol.
Posibles causas y origen del conocimiento astronómico
En algún momento de nuestra evolución, un «homínino» fue consciente de cómo funcionaba la mecánica celeste y pudo, sin estar «programado» para ello, de sacar partido de ese conocimiento para su propio beneficio y de su comunidad, conocimiento que posteriormente fue transmitido de generación en generación.
Este momento podría haber coincidido tras la irrupción de un nuevo tipo de tecnología de producción de útiles de piedra, el Achelense (o Modo 2) entre 1,8 y 1,6 millones de años, que indica un desarrollo cognitivo superior de los Homo ergaster (África) y Homo erectus (Asia) frente a los homíninos anteriores que usaban el Modo I (Olduvayense).
Sin lugar a dudas, la Luna era un objeto del que los primeros hombres eran conscientes, su presencia durante la noche (y día) era notoria, como lo era también el cambio que experimentaba.
Formación de la Luna
La Luna, nuestro satélite, se cree que se formó tras un acontecimiento cataclísmico durante la infancia de la Tierra (hace unos 4.500 millones de años) cuando nuestro joven planeta colisionó con otro objeto rocoso del tamaño aproximado de Marte. El impacto provocó por un lado, la fusión del material de ambos cuerpos para formar una nueva Tierra y, por otro, la formación de un anillo en torno a esta nueva Tierra que fue condensando en un objeto de forma esférica para, finalmente, formar nuestra compañera.
¿Se veía la Luna enorme en la Prehistoria?
Nuestra eterna compañera se aleja cada vez más de nosotros, casi unos 4 centímetros cada año. Un alejamiento que está asociado al alargamiento paulatino de nuestros días. Si extrapolamos el incremento que medimos actualmente (que ha debido ser mayor en el pasado) en la distancia que nos separa de nuestro satélite, cuando irrumpe el achelense, tomemos hace 1,6 millones de años, la Luna se encontraba unos 64 km más cerca, lo que permite alejarnos de esa idea de que la Luna se veía muchísimo más grande que ahora. Para que nos hagamos una idea, la distancia de nuestro satélite cuando se producen las Superlunas actuales, aquellas que ocurren cerca del perigeo (máximo acercamiento a la Tierra), es de unos 363.300 kilómetros de la tierra, mientras que cuando la Luna está cerca del apogeo de su órbita en torno a la Tierra, se encuentra a 405.500 kilómetros. Es decir, la diferencia en las distancias entre la luna en aquel pasado remoto y la actualidad son muchísimo menores que las variaciones que existen en la actualidad entre el perigeo y apogeo de la órbita actual.
Aunque tenemos que abandonar la idea de una enorme Luna muy cercana a la Tierra, volviendo a nuestros homíninos, el homo ergaster y el homo erectus, su luz podría haber afectado a actividades como la caza, lo que obligaría quizás a esperar y programar dichas actividades teniendo en cuenta su evolución y para eso, conocer la evolución de las fases de la Luna, es suficiente.
La Luna tiene un periodo de rotación de aproximadamente 28 días alrededor de la Tierra. Sin embargo, debido a la rotación del Sistema Tierra - Luna alrededor del Sol, nuestro satélite presenta la misma fase cada 29 días y medio aproximadamente (29 d 12 h 44 min 2,78 s) lo que se denomina periodo sinódico. Es decir, cada luna llena o cada uno de los cuartos se repite con esa periodicidad y ese es el ciclo que un observador más o menos atento podría descubrir.
No obstante, para sacar el máximo partido de los recursos nutritivos que ofrece la naturaleza y ser capaces de planificar es necesario idear un modo de seguir los patrones anuales. Un posible primer sistema sería contar cuántos meses lunares pasan hasta que se vuelven a repetir los ciclos anuales. Lo que en principio pudo ser una intuición podría haberse trasladado a un sistema de cuentas, como en las películas en las que un prisionero marca con trazos rudimentarios en la pared de su celda los días que transcurren durante su confinamiento. Examinando los trazos y quizás añadiendo algún tipo de información adicional en cada uno, se podría, al cabo del tiempo haber identificado que determinados hechos naturales importantes para ellos se repetían con una frecuencia de 12-13 meses lunares.
En efecto, si dividimos los 365 días del año entre la duración del periodo sinódico obtenemos 12,3 meses lunares. Este número no es entero, por lo que es necesario establecer una inicialización de algún tipo cada año para evitar que se vaya acumulando el error de redondeo, como fue necesario realizar en el año 1582 con la implantación del calendario gregoriano para corregir el desfase (unos 10 días) producido desde el primer concilio celebrado en Nicea en el año 325. Lo más lógico es que este sistema de inicialización se basara en determinadas señales naturales, quizás no únicas, probablemente un conjunto de señales, como la floración de determinados árboles o los comportamientos de los animales.
Hay que tener en cuenta que en determinados ecosistemas como las selvas tropicales, los patrones anuales no son, en general necesarios, con una producción continua de comida. Sin embargo, en otro tipo de hábitats, como por ejemplo en las latitudes medias, el conocimiento de las pautas anuales puede ser la diferencia entre la vida y la muerte.
Muchas veces la arqueología o la paleoantropología no cuentan con las suficientes evidencias como para afirmar con rotundidad determinados hechos de nuestro pasado, sobre todo de aquellos que tienen que ver con las creencias y la cultura. Esto deriva, en ocasiones, en pura y simple especulación, con mayor o menor acierto, a veces buscando titulares impactantes en busca de notoriedad y siempre, obviamente, con la dificultad añadida de dejar de lado los prejuicios que provoca nuestra visión actual del mundo. Esto se agrava cuando ni siquiera se tienen restos de ese periodo que nos informen.
Primeros restos arqueológicos posiblemente relacionados con las astronomía
Recopilando, si bien hemos especulado que este conocimiento astronómico podría haber surgido hace 1,6-1,8 millones de años, los primeros restos que podrían hacernos pensar que este conocimiento ya existía los encontramos en el paleolítico superior.
El Paleolítico Superior
El paleolítico (del griego «piedra antigua») superior es un periodo de tiempo encuadrado en la era Cenozoica, dentro del periodo Cuaternario que abarca un lapso de unos 23.000 años, que acabó hace unos 12.000 años. Es una división temporal asociada a la cultura de nuestros predecesores, variable con la ubicación, y que no se alinea con la derivada de la ciencia cronoestratigráfica (ver Gráfico eras geológicas)
De todas las especies de homíninos que habían habitado la Tierra en periodos anteriores, en el paleolítico superior únicamente encontramos restos de los denominados humanos "modernos" aunque el análisis por ADN sugiere hibridaciones con neanderthales y denisovanos.
Arte Mueble
La interpretación de la pieza de hueso tallada, de unos 10-11 cm de longitud, del Abrigo de Blanchard (Dordoña-Francia) como un calendario lunar, realizada por el periodista Alexander Marshack, podría considerarse como el pistoletazo de salida de la búsqueda del origen del conocimiento astronómico de la humanidad. La antigüedad de la pieza se estima en unos 30.000 años. ¿Simple decoración o un sistema de notación?. Tras examinar la ejecución de cada grabado, se descubrió que no habían sido ejecutados al mismo tiempo ni se había empleado el mismo útil, lo que puede descartar un objetivo decorativo y sugerir que era un sistema de notación. Marshack también defendió esa interpretación con la pieza encontrada en 1865 por Edouard Lartet en el Sur de Francia.
La Venus de Laussel, encontrada en 1910 en Marcais (Dordoña-Francia) es un bajorrelieve en piedra caliza de una figura femenina portando en su mano derecha un cuerno que presenta 13 trazos. Se estima una antigüedad de 27.000 años. No deja de sorprender la posible asociación del cuerno con la cornucopia, el cuerno de la abundancia, símbolo ya asentado durante el periodo clásico griego.
El investigador ruso B.A. Frolov propuso que la placa de marfil encontrada en Mal’ta (cerca de Irkutsk en Siberia) y con una antigüedad de 21.000 años eran calendarios que plasman el movimiento de la luna y el sol a lo largo del año.
A estos ejemplos podríamos añadir otros hallazgos similares, como la vértebra de caballo de la Cueva de Laminak en Cantabria, el gran ciervo tallado de Campo Lameiro, varios huesos grabado encontrados en Dolni-Vestonic… sin contar que se podrían volver a estudiar otros restos que se acumulan en las vitrinas y almacenes de los museos arqueológicos de todo el mundo bajo el prisma de encontrar indicios de sistemas de notación.
Arte Rupestre
Aparte del arte mueble, en el arte rupestre, también podemos encontrar indicios de conocimiento astronómico o, al menos, numérico. En la cueva de Lascaux,que junto a las pinturas de la cueva de Altamira, son el máximo exponente del arte del paleolítico en Europa podemos encontrar, aparte de caballos y ciervos, otras representaciones abstractas, como las hileras de manchas circulares negras bajo el ciervo que se observan en la siguiente fotografía, 13 en este caso, que podrían indicar un año solar.
Como vemos, gran parte de los indicios referidos se encuentran en latitudes medias del hemisferio norte, zona marcada por cambios notables de las estaciones y donde el conocimiento de las pautas anuales podrían ser una ventaja para la supervivencia. No debemos olvidarnos que se han realizado más excavaciones en Europa y eso podría introducir un sesgo en relación a este aspecto. Tampoco está claro, en caso de confirmarse su contenido astronómico, que fueran meras representaciones de ese conocimiento o bien fueran herramientas para llevar el control del paso del tiempo.
Conclusión
Se haría necesario un análisis estadístico riguroso, como el que realizaron para otro caso Sebastian Porceddu et al. y que cito en el artículo Algol y la variabilidad de las estrellas, de un mayor número de restos que pudiera arrojar algo de luz acerca de si la presencia de 12-13 trazos, muescas… es algo que podemos achacar al azar o se trata de la plasmación de un conocimiento, conocimiento que aún así, sería difícil atribuir con absoluta certeza al ámbito astronómico.
Por último, en el paleolítico, no hacían estructuras o no se han encontrado restos de estructuras, por lo que su uso para marcar orientaciones astronómicas, no se puede deducir, al contrario que en el neolítico. Eso no quiere decir que no pudieran utilizar determinados accidentes del terreno (cuevas, arcos de piedra, alineaciones de montañas…) que pudieran usarse como indicadores temporales, quizás relacionados con los solsticios o equinoccios. Sin embargo, hasta que no se invente la máquina del tiempo y se pueda viajar al pasado, nunca lo sabremos.
Puede que nunca sepamos cuándo se originó la astronomía, pero sí podemos estar seguros que la capacidad de observación de nuestros antepasados era notable y que tenían la inteligencia necesaria para darse cuenta del movimiento de la Luna y el Sol, de su periodicidad o incluso podrían haber conocido que determinadas estrellas “vagabundas”, los planetas, cambian de posición respecto a las estrellas fijas o que determinados grupos de estrellas les recordaban ciervos, osos… y que algunas sólo se podían ver en determinadas estaciones del año.
Y hablando de constelaciones, el parecido entre la representación clásica de la constelación de Tauro junto con las Pléyades, en este caso en la representación de Alexander Jamieson en su Celestial Atlas (1822), y la pintura de la cueva de Lascaux es, cuando menos, sorprendente
La cueva de Lascaux todavía nos tiene reservado un nuevo regalo para pensar en las coincidencias o en algo más...
En una de las zonas más remotas de la cueva, en la «Cámara de los Felinos», aparece pintado en trazos negros un aspa y tres líneas paralelas, a semejanza del numeral romano XIII.